Porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad. (Filipenses 2:13).
Cristo prometió el don del Espíritu Santo a su iglesia, y la promesa nos pertenece a nosotros tanto como a los primeros discípulos. Pero como toda otra promesa, está sujeta a condiciones. Hay muchos que creen y profesan aferrarse a lo prometido por el Señor; hablan acerca de Cristo y del Espíritu Santo, y sin embargo no reciben beneficio alguno. No entregan su vida para que sea guiada y regida por los agentes divinos. No podemos utilizar al Espíritu Santo.
El Espíritu ha de emplearnos a nosotros.
Gracias al Espíritu Dios obra en su pueblo "así el querer como el hacer,
por su buena voluntad". Pero muchos
no desean someterse a eso. Quieren manejarse a sí mismos. Esta es la razón por la cual no reciben el
don celestial.
El Espíritu se da únicamente a aquellos que esperan
humildemente en Dios, y que velan para tener su dirección y gracia. El poder de
Dios aguarda que ellos lo pidan y lo reciban. Esta bendición prometida,
reclamada por la fe, trae todas las demás bendiciones en su estela. Se da según
las riquezas de la gracia de Cristo, y él está listo para proporcionarla a toda
persona según su capacidad para recibirla.
Cuando el Espíritu de Dios se posesiona del corazón, transforma la vida. Se desechan los pensamientos pecaminosos y se renuncia a las malas acciones; el amor, la humildad y la paz ocupan el lugar de la ira, la envidia y las rencillas. La tristeza es desplazada por la alegría, y el semblante refleja el gozo del cielo. Nadie ve la mano que levanta la carga ni capta cómo desciende la luz de los atrios celestiales.
La bendición llega cuando por fe el creyente se entrega a Dios. Entonces ese poder que ningún ojo humano puede ver, crea un nuevo ser a la imagen de Dios. El Espíritu Santo es el aliento de la vida espiritual. Dar el Espíritu es conceder la vida de Cristo. Infunde en quien lo recibe los atributos del Maestro. Review and Herald, 19 de noviembre de 1908. 301 RP/EGW/MHP
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