Mas
el publicano, estando lejos, no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que
se golpeaba el pecho, diciendo: Dios, sé propicio a mí, pecador. (Lucas 18:13).
Deberíamos
estar a menudo en oración. El derramamiento del Espíritu Santo vino en
respuesta a la oración ferviente. Noten este hecho en relación con los
discípulos. El registro dice: "Estaban todos unánimes juntos. Y de repente
vino del cielo un estruendo como de un viento recio que soplaba, el cual llenó
toda la casa donde estaban sentados; y se les aparecieron lenguas repartidas,
como de fuego, asentándose sobre cada uno de ellos. Y fueron todos llenos del
Espíritu Santo" (Hech. 2: 1-4).
No
estaban reunidos para relatar chismes escandalosos, ni para exponer cada mancha
que pudieran encontrar en el carácter de un hermano. Sentían su necesidad
espiritual, y clamaron al Señor por la santa unción que los ayudaría a vencer
sus propias debilidades, con el propósito de prepararlos para la obra de salvar
a otros. Oraron con intenso fervor pidiendo que el amor de Cristo fuera
derramado en sus corazones.
Esta
es hoy, la gran necesidad en cada iglesia del planeta. Porque "si alguno
está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son
hechas nuevas" (2 Cor. 5: 17). Lo que es objetable en el carácter es
eliminado por el amor de Jesús. Todo egoísmo es expulsado, toda envidia, toda
maledicencia es arrancada de raíz, y se opera una transformación radical en el
corazón. "Más el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia,
benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza; contra tales cosas no hay
ley" (Gál. 5: 22, 23). "Y el fruto de justicia se siembra en paz para
aquellos que hacen la paz" (Sant. 3:18).
Pablo dice que "en cuanto a la ley", -en lo que respecta a actos externos- era "irreprensible"; pero cuando discernió el carácter espiritual de la ley, y se miró en el santo espejo, se vio a sí mismo como pecador. Juzgado por una norma humana, era sin pecado; pero cuando miró en las profundidades de la ley de Dios, y se vio a sí mismo como Dios lo veía, se inclinó humildemente y confesó su culpa. Review and Herald, 22 de julio de 1890. 292 RP/EGW/MHP
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