Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos
unánimes juntos. (Hechos 2: 1).
A nosotros hoy, tan ciertamente como a los primeros
discípulos, pertenece la promesa del Espíritu. Dios dotará ahora a hombres y mujeres del poder de lo alto, como dotó a
los que en el día de Pentecostés oyeron la palabra de salvación. En este mismo
momento su Espíritu y su gracia son para todos los que los necesitan y quieran
aceptar su palabra al pie de la letra.
Notemos que el Espíritu fue derramado después que
los discípulos hubieron llegado a la unidad perfecta, cuando ya no contendían
por el puesto más elevado. Eran unánimes. Habían desechado todas las
diferencias. El testimonio que se da de ellos después que les fue dado el
Espíritu es el mismo. Notemos la expresión: "La multitud de los que habían
creído era de un corazón y un alma" (Hech. 4: 32). El Espíritu de Aquel
que había muerto para que los pecadores vivieran animaba a toda la congregación
de los creyentes.
Así puede suceder ahora. Desechen los cristianos todas las
disensiones, y entréguense a Dios para salvar a los perdidos. Pidan con fe la bendición
prometida, y ella les vendrá.
El derramamiento del Espíritu en los días de los apóstoles fue "la lluvia temprana", y glorioso fue el resultado. Pero la lluvia tardía será más abundante. ¿Cuál es la promesa hecha a los que viven en estos postreros días? "Tornaos a la fortaleza, oh presos de esperanza: hoy también os anuncio que os daré doblado". "Pedid a Jehová lluvia en la sazón tardía: Jehová hará relámpagos, y os dará lluvia abundante, y hierba en el campo a cada uno" (Zac. 9:12; 10:1).
Joyas de los testimonios, t. 3, pp. 210, 211. 290 RP/EGW/MHP
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