Para que seáis irreprensibles y sencillos, hijos de
Dios sin mancha en medio de una generación maligna y perversa, en medio de la
cual resplandecéis como luminares en el mundo. (Filipenses 2: 15).
La transformación del carácter debe atestiguar al
mundo que el amor de Cristo mora en nosotros. El Señor espera que su pueblo
demuestre que el poder redentor de la gracia puede obrar en el carácter
deficiente, y desarrollarlo simétricamente para que lleve abundante fruto.
Pero a fin de que cumplamos el propósito de Dios, tiene que realizarse una obra preparatoria. El Señor nos ordena que despojemos nuestro corazón del egoísmo, que es la raíz del enajenamiento. Anhela derramar sobre nosotros su Espíritu Santo en abundante medida, y nos ordena que limpiemos el camino por el renunciamiento.
Cuando entreguemos el yo a Dios, nuestros ojos serán abiertos para ver las piedras de tropiezo que nuestra falta de cristianismo ha colocado en el camino ajeno. Dios nos ordena que las eliminemos todas. Dice: "Confesaos vuestras faltas unos a otros, y rogad los unos por los otros, para que seáis sanos". (Sant. 5:16).
Entonces
podemos tener la seguridad que tuvo David, cuando después de haber confesado su
pecado, oró: "Vuélveme el gozo de tu salud; y el espíritu libre me sustente. Enseñaré a los prevaricadores tus caminos; y
los pecadores se convertirán a ti" (Sal. 51: 12, 13).
Cuando la gracia de Dios reine en el interior, la
vida quedará rodeada de una atmósfera de fe y valor, y de un amor como el de
Cristo, una atmósfera que vigorizará la vida espiritual de todos los que la
inhalen... Todo aquel que participe del amor perdonador de Cristo, todo aquel
que haya sido iluminado por el Espíritu de Dios y convertido a la verdad,
sentirá que, en virtud de estas bendiciones preciosas, tiene una deuda para con
toda persona con la cual llegue a tratar. El Señor utilizará a los que son de
corazón humilde para alcanzar a quienes no pueden alcanzar los ministros
ordenados. Serán inducidos a pronunciar palabras que revelarán la gracia
salvadora de Cristo. Joyas de los testimonios, t 2, p. 382. 295 RP/EGW/MHP
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