Y el que nos confirma con vosotros en Cristo, y el
que nos ungió, es Dios, el cual también nos ha sellado, y nos ha dado las arras
del Espíritu en nuestros corazones. (2 Corintios 1: 21, 22).
Era imposible para Dios dar más que el Espíritu
Santo. No podía añadirse algo más a este don. Con él, todas nuestras necesidades
quedan suplidas. El Espíritu Santo es la presencia vital de Dios, la cual, si
es apreciada, generará alabanzas y gratitud, y saltará continuamente para vida
eterna. La instauración del Espíritu es el pacto de gracia. Pero, ¡cuán pocos
aprecian este gran don, tan costoso y, sin embargo, tan gratuito para todos los
que quieren aceptarlo! Cuando la fe se aferra de esta bendición, recibimos
abundantes bendiciones espirituales. Pero demasiado a menudo no es apreciado.
Necesitamos un concepto más amplio a fin de comprender su valor...
¡Oh, qué amor y condescendencia asombrosos! El Señor
Jesús anima a sus creyentes a que pidan el Espíritu Santo. Al presentar la
paternal ternura de Dios, procura estimular la fe en la recepción del don. El
Padre celestial está más dispuesto a dar el Espíritu Santo a los que se lo
piden, que los padres terrenales a dar buenas dádivas a sus hijos.
¿Qué dádiva más grande podría prometerse?
¿Qué más se necesita para despertar una respuesta en
cada persona, para inspirarla a anhelar este gran don?
¿Nuestras súplicas indiferentes no deberían
transformarse en peticiones de intenso deseo de recibir esta gran bendición?
No pedimos suficiente de las cosas buenas que Dios
ha prometido. Si nos eleváramos más alto y esperáramos más, nuestras peticiones
revelarían la influencia vitalizadora que se concede a cada creyente que pide
con la plena expectativa de ser oído y atendido. El Señor no es glorificado con
una súplica débil que muestra que no se espera nada. El desea que todo creyente
se acerque al trono de gracia con fervor y certeza. Signs of the Times, 7 de
agosto de 1901. 287 RP/EGW/MHP
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